sábado, 13 de junio de 2009

LABERINTOS

La sola mención de la palabra laberinto evoca mito, incógnita, secreto, acertijo, dificultad, incertidumbre, juego, temor, decisión, fascinación y fantasía. De algún modo lo asociamos a lo desconocido y a un desafío que, como tal, siempre trae aparejado algún riesgo, cuyos alcances podemos imaginar, pero que sólo llegaríamos eventualmente a conocer entrando a él. Por otra parte se encuentra la omnipresente sospecha humana de que acaso hayamos estado siempre en un laberinto del cual nunca acabamos de encontrar la salida, y que ese sea el transitar por esta vida, la búsqueda de la salida, o de un posible centro. Acaso algunos podrían considerar como sinónimos los términos ‘salida’ y ‘centro’, mientras que para otros resultarían términos antagónicos. Porque el laberinto resulta a estas alturas, considerando sus milenios de historia, una figura arquetípica, preñada de múltiples representaciones posibles e interpretaciones llenas de sugerencia, asociaciones y sentidos diversos simultánea o alternativamente, en distintas circunstancias vitales o evolutivas.

La primera sorpresa que depara el laberíntico estudio del laberinto es la multitud de formas y significados que ha adoptado a lo largo del tiempo. Hay laberintos que decoran las catedrales góticas de Francia y que simbolizan los pilares de la fe cristiana, pero también hay laberintos en los aristocráticos jardines del renacimiento más relacionados con el juego erótico que con la divinidad. Hay laberintos paganos que se confunden con el inframundo y se sitúan cerca de las tumbas para que los muertos no encuentren el camino hacia los vivos, pero también hay laberintos en los prados ingleses relacionados con la primavera y la fertilidad. Hay laberintos lóbregos que albergan espantosas criaturas dispuestas a zamparse al intruso en cuanto se pierda, mientras que en el alegre laberinto de Versalles los únicos que se perdían eran los amantes clandestinos que buscaban solo intimidad.

Hay laberintos literarios, como el que le aguarda a Alicia tras el espejo o las minas de Moira que describe J. R. R. Tolkien en El señor de los anillos, al igual que hay laberintos cinematográficos, como el que recorre Jack Nicholson en El resplandor, Ivana Baquero en El laberinto del Fauno o un David Bowie con hombreras, mechas y bolas de cristal, o The cube, malísima película de culto pero ya con tres secuelas. Hay laberintos asociados con la danza y la música; hay laberintos en mitos, manifestaciones artísticas, dilemas filosóficos, videojuegos, problemas matemáticos, parques de atracciones, monasterios medievales... hasta en el juego de la oca hay un laberinto, que algunos autores relacionan con el Tarot. Sólo en las últimas dos décadas, se han dibujado cientos de laberintos en campos cultivados por todo el planeta. De hecho, seguro que en alguna ocasión el lector se ha encontrado perdido en medio de algún laberinto accidental, como un aeropuerto, el museo del Louvre o el barrio antiguo de una ciudad medieval.

Esta inmensa variedad de formas y significados se pone de manifiesto en la dificultad de encontrar una definición apropiada para el laberinto. El diccionario de la Real Academia Española define laberinto como:

Lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él, de modo que no pueda acertar con la salida.

La definición parece correcta, pero, como suele suceder en estos casos, en cuanto desenfundamos el microscopio óptico descubrimos que no resulta tan precisa. Así, por ejemplo, en muchos laberintos la dificultad no es «acertar con la salida», sino llegar al centro, al corazón del laberinto, momento en el que el reto se da por superado. Tampoco sería exacto el verbo confundir, puesto que en algunos laberintos no hay confusión posible al constar de un solo camino, así que, más bien, el verbo apropiado sería dificultar, ya sea bifurcando los caminos, ya sea haciéndolos largos y tortuosos.

También podríamos decir que en ocasiones los laberintos tienen encrucijadas, pero en otras no. Al igual que resulta discutible el que se deban haber formado artificiosamente, ya que en la naturaleza también hay laberintos, como el constituido por las galerías de una cueva, los arrecifes de coral o los canales del oído. Incluso, se podría discutir que el laberinto siempre sea un lugar, pues no son pocas las metáforas donde los laberintos designan conceptos abstractos imposibles de localizar, como la confusión (El laberinto sentimental), la soledad y el aislamiento, de la creación (El artista en su laberinto) o la dificultad (El laberinto de Palestina).

Paolo Santarcangeli, una autoridad en materia de laberintos, resumió perfectamente este problema:

Cuanto más lo pensamos, mejor comprendemos que el objeto de nuestro interés, a mayor abundamiento laberíntico, no cabe en ninguna definición que lo abarque por entero y sin equívocos. Conformémonos, pues, con decir: «Recorrido tortuoso, en el que a veces es fácil perder el camino sin un guía».

La acertada definición de Santarcangeli pone de manifiesto otro problema en lo que nos atañe, la infinitud y variedad de los laberintos, pues, por extensión, también se puede considerar laberinto cualquier recorrido tortuoso, como los viajes accidentados, de los que La Odisea constituye el mejor ejemplo, o los imaginarios senderos que, según los aborígenes australianos, trazaron los antepasados durante la mítica edad del sueño por toda Australia, o como no la vida misma.

Se menciona en su etimología la acepción de “mansión o palacio del hacha de dos hojas”, derivada del laberinto de Cnossos, y éste de la concepción egipcia, en cuyos territorios se cree existió el laberinto más inmenso de la antigüedad. El hacha de doble hoja o labrys, infundida de luz, habría sido Labrys la única arma del mítico dios Ares, en su arribo a la Tierra en sus inicios, y con la cual habría construido caminos circulares en medio de las tinieblas originarias: el laberinto. El labrys es también símbolo del culto minoico en general, y se la asocia tanto a los dos cuernos del toro como a dos lunas. Para los occidentales modernos, más que el egipcio, el más famoso de los laberintos continúa siendo el de Creta, habitado por el mítico Minotauro y toda su potencia vital, primitiva y devoradora.

Obviando los pormenores arcaicos, nos detendremos un poco en la forma más conocida del laberinto clásico o cretense, cuya figura redondeada, semejante a una hoja vegetal y su nervadura, nos remite a la vida orgánica natural, donde la curva es la dominante; se dice que no existen las líneas rectas en la naturaleza. En la hoja, a diferencia del laberinto, la nervadura es de tipo arboriforme, de continuas bifurcaciones cada vez menores a partir de un eje central.

En el laberinto por su parte, la línea se vuelve una y otra vez sobre sí misma en torno a un núcleo que puede ser céntrico o bien excéntrico, y en el que, de concebirse un eje, sería tácito y perpendicular al plano del laberinto mismo. De esta forma, el laberinto clásico nos conecta asociativamente con las espirales, los remolinos y un sin número de formas vitales y orgánicas presentes en la naturaleza desde las galaxias espiraladas hasta los remansos de los ríos, incluyendo el ADN (ácido desoxirribonucleico en doble hélice) que constituye el acervo genético del devenir de las especies. La dominación de la forma curva en la naturaleza inspiró, a fines del siglo XIX, el Art Nouveau, como representación de lo vivo, lo orgánico y lo natural, siendo sus características más distintivas la sinuosidad y la asimetría. En la arquitectura, Antonio Gaudí es uno de sus máximos exponentes.

Las formas orgánicas, propias de lo que está vivo en la creación, nos muestran la infinita variedad de la manifestación en su continua formación de obras nunca idénticas entre sí. Tal como la casa Batlló, son formas que parecen en movimiento, con capacidad de expansión, crecimiento, multiplicación, transformación y evolución, y que puede explicitarse en una sucesión de nuevos estados o vidas.

El laberinto no es un invento, por tanto, de culturas arcaicas, sino que está presente en toda la cadena de la existencia física y psíquica, tanto como forma arquetípica susceptible de interpretaciones simbólicas variadas, como en su forma más directa, visible y orgánica: el cerebro, el pabellón auricular, la red vascular, la huella digital, etc.

La espiral

La curva espiral es la forma básica que da inicio a una estructura, gracias a la resistencia que encuentra el impulso inicial en su camino de creación; según la dirección de sus circunvoluciones, la espiral puede ser ascendente – evolutiva - o descendente – involutiva - constituyendo la imagen primordial tanto de la creación de un mundo como de la posible interacción entre mundos diversos. Desde la antigüedad se ha distinguido a la espiral dextrógira como creadora y a la levógira como destructora o torbellino. La espiral está asociada también a la idea de danza, en un intento por conciliar la rueda de las transformaciones con el ‘centro místico’ y el ‘motor inmóvil’. La escena cotidiana del agua sumiéndose por el resumidero del lavamanos nos muestra una realidad mucho más amplia. Es conocido que estos desagües giran en sentidos opuestos en el hemisferio norte terrestre y en el hemisferio sur, señalándonos la decisiva influencia del magnetismo sobre el sentido del giro helicoidal de las aguas en el planeta.

Así pues, la fascinante forma espiralada nos remite a un polo de atracción magnética que eventualmente nos podría dar acceso a nuevas dimensiones del ser y de la experiencia. Los cambios en el estado de consciencia, como los representados en forma extrema en los eventos del nacimiento y la muerte, siempre se han representado como espirales que permiten la transferencia, debido a que el magnetismo del sitio de acceso opera activamente sobre el sujeto. Entre ambos eventos biográficos, son posibles infinitos estados de consciencia fuera del tiempo lineal, a través de espirales que nos remiten a mundos paralelos o estados paradójicos inexplicables o poco descriptibles, como por ejemplo, los que transfieren de la vigilia al sueño, y aquellos susceptibles de presentarse en la contemplación, la meditación, o por el uso de drogas psicotrópicas.

Existe la hipótesis que los hoyos negros astronómicos serían verdaderas puertas a universos paralelos. En un ejemplo más cercano, se puede concebir el movimiento completo de nuestro sistema solar local, cuyos planetas giran en órbitas, pero como la galaxia completa se desplaza a gran velocidad, dichas órbitas avanzan describiendo espirales. En el sistema jeroglífico egipcio, la espiral designa tanto las formas cósmicas en movimiento como la relación entre la unidad y la multiplicidad. Se relacionan particularmente con ella los lazos y las serpientes.

La espiral, como estructura, simboliza tanto el camino evolutivo - en su sentido de desarrollo necesariamente gradual - como la puerta a otras dimensiones, al constituirse en la forma arquetípica por excelencia capaz de intersectar el tiempo lineal y la visión ordinaria de las cosas. A través de la espiral tanto podemos elevarnos como hundirnos, ascender como ser aspirados, morir o nacer a una nueva vida, porque la espiral, a diferencia del círculo quieto, tiene un sentido. Tanto la evolución de las especies como la del alma es un viaje en espiral.

Tipos de Laberinto

Los laberintos pueden diferenciarse según la forma: redondeados, cuadrangulares, irregulares. O, principalmente, según la relación entre el ingreso y el centro. En esta última clasificación encontramos aquellos de una sola vía en el que un único camino lleva a su centro, por contraposición a los de encrucijadas, que presentan múltiples ramificaciones y rutas ciegas y en los que es posible extraviarse, volver muchas veces al punto de partida, o incluso no encontrar nunca el centro o la salida.

En el caso de la vía única, más que estrictamente un laberinto, se trata de un camino de peregrinación, ya que siempre será posible alcanzar el centro. El buscador, al recorrer un laberinto de una sola vía, avanza por la única senda posible, volteando en uno u otro sentido, simplemente; no hay más acertijo ni más decisión que la de continuar la marcha. Podría considerarse que no hay desafío y que por lo tanto no entran en juego aquí el esfuerzo o los talentos personales. Efectivamente, en un sentido simbólico, el laberinto de una sola vía es el trayecto a realizar por una persona que ya está en el camino, y a la que se le puede suponer que ha sorteado las pruebas de los intrincados recovecos de laberintos de encrucijada previos que sí implican elección y por lo tanto riesgo de error y de fracaso. En éstos últimos, el peregrino ha depurado su discernimiento y ha conseguido sortear las falsas vías con mayor o menor éxito. La lucha por alcanzar el centro ha refinado sus habilidades, agudizado su intelecto, clarificado sus emociones; aquí ha conocido el miedo, el poder de la subjetividad y los espejismos inconducentes, hasta llegar a comprender – en el mejor de los casos - que toda su razón, su destreza y sus conocimientos no eran suficientes para alcanzar la meta anhelada. Finalmente, el entrenamiento lo puede haber llevado a subordinar su ego a la guía interior invisible que puede guiar intuitiva o magnéticamente sus pasos.

Laberinto Catedral de Amiens, Francia

Entonces está preparado para ingresar al laberinto de una sola vía, en el que sólo debe avanzar dejándose conducir por el trazado. Este laberinto se asemeja más a la concepción de la espiral que a la del laberinto propiamente tal. Hay un centro que le atrae magnéticamente y que mantiene presente durante el recorrido, pero ignora qué experimentará allí. Durante las circunvalaciones va girando, bien en el sentido de los punteros del reloj, o a la inversa. Los giros y el trazado lo aislan del mundo alrededor, apartándolo de la vida cotidiana; concentrado, avanza por la senda al mismo tiempo que se desorienta del tiempo lineal o del espacio de las referencias cardinales físicas. Puede ir orando, recitando un mantra, realizando un examen de consciencia o simplemente percibiendo acusadamente su estado interno. Los giros en torno a un centro magnético son el símil de una bovina que se carga de electricidad, cambiando así su potencial energético, vibracional, que se vuelve progresivamente más sutil y receptivo a medida que accede al centro, el núcleo donde se encuentra el eje vertical intangible de máxima vibración. De este modo, el recorrido del campo energético del laberinto puede modificar el estado de consciencia, aislando al ser de su devenir circunstancial, para conectarlo progresivamente con su devenir intemporal, hasta una posible identificación entre el ser y el centro magnético.

Laberinto en nave central,
Catedral De St. Quentin

No nos detendremos en el laberinto de Creta, creado por Dédalo y conquistado por Teseo, tema ampliamente discutido en textos de mitología y cuya simbología abarcaría un artículo aparte. Sólo mencionar que se trata éste de un laberinto de encrucijadas, como es obvio, y no de vía única, donde el tema dominante es la lucha, la superación de pruebas para conquistar el centro y someter al monstruo devorador de mancebos y doncellas.

Orígenes y Manifestaciones

La cuna de los primeros laberintos, así como de la representación de formas espirales, no está claramente establecida, aunque hay evidencia de su existencia desde el neolítico en adelante, en representaciones rupestres, tablillas de arcilla, pictogramas, mosaicos o jardines. Se ha verificado la data de los más antiguos encontrados en a lo menos 4000 años, y figuraciones semejantes se repiten en localidades geográficas muy distantes entre sí (India, América, Escandinavia, Rusia y casi toda Europa) que difícilmente podrían haber tenido comunicación entre ellas en la antigüedad. De los laberintos famosos referidos en los textos antiguos, además de los dos de Creta (Cnossos y Gortyna), se encuentra el griego en la isla de Lemnos, el etrusco en Clusis y el egipcio cerca del lago Moeris, siendo este último el más inmenso e imponente según las descripciones que de él hacen los historiadores antiguos Heródoto y Estragón. Plinio agrega que el laberinto egipcio era cien veces mayor que el cretense, siendo inspirado por aquél. Verdadera ciudadela que incluía sede del gobierno y tumba del faraón, incluía miles de habitaciones. Dice Heródoto:
: "si se reunieran bajo un solo aspecto todas las fortificaciones y construcciones de Grecia, tal conjunto parecería haber costado menos trabajo y gasto que el laberinto… se compone de 12 palacios cubiertos, sus puertas se abren unas frente a las otras; seis por el lado norte y seis por el sur; un muro exterior único reúne todas las construcciones. Las cámaras son dobles, unas subterráneas y otras al nivel del suelo; hay tres mil: mil quinientas por piso. Hemos visto y atravesado las cámaras altas…; sólo conocemos las inferiores de oídas…el paseo a través de las cámaras y los circuitos en torno a los palacios nos causaron mil sorpresas por su variedad, pasábamos de un patio a las salas, de estas a las galerías, de las galerías a otros espacios cubiertos y de las salas a otros patios, los techos de todas las salas son de la misma piedra que los muros; muros y techos están adornados con multitud de figuras esculpidas. Cada palacio tiene un peristilo interior de piedra blanca, admirablemente aparejada. A cada ángulo del laberinto hay una pirámide de unas cuarenta brazas sobre las que se hayan esculpidas figuras divinas; se penetra en ellas por un camino subterráneo".

Al parecer el diseño y representación de espirales y laberintos nunca se ha interrumpido desde la prehistoria. En el medioevo se utilizó en forma de mosaico en el piso de las catedrales, popularizándose - a partir del siglo XI aproximadamente - el modelo llamado laberinto de Otfrid, en honor del monje alsaciano que en el siglo IX recopiló, de textos germanos antiguos, un laberinto de once galerías y una cruz en el centro, del tipo que se reproduce en el piso de las naves centrales de las principales catedrales góticas. En éstas, por lo general se ubicaba cerca de la entrada, como preparación para la aproximación al altar. A los diseños arquitectónicos les sucedieron los vegetales, diseñándose numerosos laberintos de arbustos recortados con múltiples pasadizos ciegos e intrincados meandros propicios al juego y al escondite amoroso, y que, aunque se construyen hasta hoy, alcanzaron su apogeo en el Renacimiento, especialmente en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia. En Escandinavia por su parte, son cientos los laberintos construidos con piedras sencillas sobre el suelo frente al mar Báltico, por lo general de diseño clásico. En estos últimos países, se cree que el laberinto se utilizaba para atrapar a los malos espíritus que pudieran afectar negativamente la pesca. Los chinos también utilizaron sencillos modelos de laberinto en la entrada de los recintos, en la idea de que los espíritus no podían desplazarse en trayectorias curvas, quedando así atrapados e impotentes. En otras culturas más antiguas se ha encontrado el diseño de laberintos asociados a tumbas, interpretándose su uso y representación como un auténtico mapa para guiar a las almas de los fallecidos en los territorios de ultratumba, o acaso para que encontraran el camino de retorno y renacieran o revivieran.

Además de la variada representación visual y tridimensional, el laberinto ha inspirado múltiples juegos infantiles y de ingenio con eco hasta nuestros días, a través de programas capaces de elaborar laberintos computacionales. El desafío del laberinto como estructura psicológica humana se encuentra también en diversas manifestaciones, como por ejemplo en la obra del grabador flamenco M. C. Escher, como tema literario explícito o implícito en G. de Nerval, J. L. Borges, F. Kafka, O. Paz, H. Eco, y en diseños arquitectónicos, decorativos y de telar.

La posibilidad de extraviarse en el laberinto es la misma que la de extraviarse en la propia vida, tomando caminos inconducentes, o simplemente, no encontrando un sentido que guíe la vida por sobre las dificultades cotidianas y que permita valorarlas en su justa dimensión para evitar el ser arrastrado por ellas a la confusión.

Una de las variantes modernas del laberinto es el “Dearinth”, creado por el ocultista Oberon Zell, en el que las galerías relacionan, entrelazándolas, las figuras de un hombre y una mujer.

Por último, el antiquísimo Nudo o Laberinto de Salomón, encontrado en decorados celtas, germánicos y románicos, integra los conceptos de la cruz y el laberinto, en cuyo centro “no es difícil advertir la esvástica, que enriquece el símbolo por alusión al movimiento rotatorio, generador y unificador.”

Diagrama Catedral de Reims de Th. Vacquer

El cabalista Moisés Cordovero (1592) decía que para que la Manifestación fuese, el Ser debía ocultarse, y debido a eso, “la revelación es la causa del ocultamiento y el ocultamiento es la causa de la revelación”. De este modo, el laberinto viene a ser tanto un núcleo de escondite como de manifestación o encuentro, transmutación mediante.

El Laberinto de Chartres

Este es el más famoso de los laberintos medievales, y uno de los que se encuentra mejor conservado en la actualidad, aunque la imagen original del Minotauro central hace mucho fue eliminada - como en otros laberintos de su época - En la Edad Media se lo llamaba “la legua de Jerusalén”, en referencia a los que lo recorrían descalzos o de rodillas como sustituto del viaje a Tierra Santa, aunque en su más amplio sentido se aludía a la Jerusalén Celestial por venir del Apocalipsis.

Gracias a los investigadores culturales y a los hallazgos de la radiestesia, se ha descubierto que la mayoría de las catedrales góticas europeas están construidas sobre sitios de cultos previos, especialmente druidas, los que en sí mismos eran escogidos por ser lugares de poder, es decir, de concentración de energías telúricas. La radiestesia descubre y sigue las corrientes energéticas del planeta, que suelen disponerse en forma de rejillas, de las cuales el mundo científico ha reconocido algunas, como las rejillas de Hartmann y de Curry. Cuando coinciden dos o más rejillas en un punto, más corrientes subterráneas, más una falla tectónica, se trata de un punto fuertemente cargado o sitio de poder, que ha sido el lugar escogido para los cimientos de las principales catedrales góticas medievales. Dentro de ellas hay además puntos de máxima energía que por lo general se ubican en el altar mayor, en el crucero, y en el laberinto.

La Catedral de Chartres se encuentra sobre una colina prehistórica que ya había visto incendiarse cinco templos católicos previos sobre un antiguo sitio de culto druida, encima de una gruta subterránea. Las mediciones han detectado, en su laberinto – construido en 1235 - la confluencia de cinco corrientes subterráneas, más una falla, más unas inusuales rejillas de líneas dobles de radiación de oro y líneas dobles de radiación de plata, siendo su centro el punto de más alta vibración. En su diseño circular, el laberinto de Chartres sigue la tradición del laberinto de Otfrid de 11 galerías, en un trayecto de aproximadamente 260 metros de longitud y un diámetro de trece metros, el que era recorrido por los peregrinantes de rodillas, de la periferia al centro, cuadrante por cuadrante, en poco más de una hora. Se dice que esta longitud sería la misma que la recorrida por Cristo entre el juicio y el monte Gólgota.

En la pared occidental al laberinto de Chartres se encuentra un rosetón de vidrieras multicolores, y bajo él, vidrieras ojivales, por donde se proyecta la luz al laberinto. En la vidriera central, una imagen de la Virgen es proyectada al centro del laberinto todos los años el día 22 de Agosto, día que correspondería al 15 de Agosto del calendario juliano medieval, fecha en la que se conmemora la Asunción de la Virgen. Desde el centro del laberinto a la base de esta pared hay 31,75 mt., la misma distancia que hay entre el primer punto y el centro del rosetón, y entre el laberinto y la puerta de la fachada. El laberinto y el rosetón tendrían el mismo diámetro. En el laberinto original de Chartres, al igual que en el de las catedrales de Reims y Amiens, se cree que se encontraban inscritos los nombres de sus maestros constructores, constituyendo así, además, una suerte de sello espiritual de la catedral.

En las catedrales góticas, las proporciones de las estructuras y la disposición de las ornamentaciones forman una unidad orgánica de definidas interacciones, deliberadamente creadas por sus maestros constructores, quienes decían que durante la quietud nocturna las proporciones del recinto recogían del cosmos las palabras de Dios –vibraciones superiores - para ser regaladas durante el día a los visitantes.

El laberinto de Chartres, como punto de máxima potencia dentro de la catedral, facilitaba la transformación íntima de quienes lo recorrían, al elevar su vibración energética, y por lo tanto su nivel de consciencia. Así, mientras el feligrés hacía el ritual de penitencia, o peregrinaba simbólicamente a Jerusalén, era posible que – sin advertirlo - elevara su vibración despojándose en el camino de lo más tosco y armonizándose por resonancia con octavas más sutiles en esta verdadera espiral magnética de contacto potencial entre lo profundo de la tierra – las fuerzas telúricas concentradas - y lo infinito del cielo. El laberinto de Chartres es un lugar de poder multidimensional dentro de un recinto sagrado, instituido por centurias de culto superpuestos.

De algún modo, la misteriosa representación del Minotauro original en el centro del laberinto de Chartres (reiterado en otros laberintos góticos), remite a la antigüedad pagana, a su mitología y al antiguo desafío délfico: “Conócete a ti mismo y conocerás a Dios”. Como tal, el laberinto es también es un símbolo solar, al igual que la espiral druida, con una periferia que remite al centro, o al origen (ver artículo El Sol: Mito y Símbolo, en Revista Alcione/Astrología). Tras la superación de los aspectos inferiores, la posible rendición y entrega a la vibración superior, en un eventual triunfo del espíritu sobre la materia, del Yo Superior sobre el ego, de lo eterno por sobre lo perecedero.

El laberinto puede ser concebido como un viaje más allá del tiempo y el espacio, como un sitio mágico y mítico, como un espacio a la vez psíquico y cósmico donde es posible una conjunción central en un punto de unidad. La unidad central que remite a la periferia y viceversa, el ocultamiento del centro y su revelación, es el gran tema del laberinto. Tal como el laberinto físico es más que un plano, el punto central no es un punto, sino que un campo energético multidimensional que posibilita el contacto vertical. En este sentido nos remite, por analogía, con el punto Nueve del Eneagrama.

En síntesis, el laberinto de encrucijadas nos refiere esencialmente a la vida psíquica del hombre común y del buscador, del que vive en la selva diaria de la que no tiene más perspectiva que los obstáculos e interminables desafíos, con escasa o ninguna percepción o incluso suposición de un centro o una salida, atrapado como se encuentra en la dimensión cotidiana de la experiencia (ver esquema del “Camino” en Revista Alcione/Cuarto Camino/artículo Psicotransformismo). Por el contrario, el laberinto de una sola vía nos conduce dentro del camino ya encontrado hacia el centro vislumbrado, presentido o largamente anhelado, para quienes son capaces de experimentarlo.

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